La persistencia de la nación yaqui: un anhelo, infinitos despojos

Segunda de dos partes
Tonatiuh Castro Silva

En el noroeste de lo que hoy nombramos México, hubo durante el periodo colonial sequías recurrentes, y sus consecuentes crisis fueron enfrentadas gracias a la previsión y provisión de las misiones yaquis; al carecer de cosechas por periodos de hasta cinco años, misioneros, militares, colonos europeos y otros pueblos originarios se alimentaron de los almacenes de los ocho pueblos de misión del río Yaqui, que resguardaban su sobreproducción, que era habitual.
Sin embargo, en la actualidad, se dice que, al igual que los demás “indios”, los pobladores de las antiguas misiones jesuitas son flojos; que son borrachos es también uno de sus rasgos más señalados ¿De dónde proceden tanto los prejuicios del yori, como los cambios socioculturales verídicos que han sufrido los yoeme?
En el nivel del sentido común, este cuestionamiento se plantea burdamente en cuanto a la territorialidad: ¿por qué los yaquis eventualmente tienden una cuerda para condicionar el tránsito por la carretera Cuatro Carriles, o de plano la obstruyen como protesta política? El juicio del sonorense “blanco” parte de un pretendido republicanismo que supone que la carretera es libre, que el agua es de todos; se aduce que los recursos naturales son federales, o que Sonora es de los “sonorenses”. No obstante, se trata de una percepción ignorante del pasado colectivo, etnocéntrica y por lo tanto errada en cuanto a lo cultural y, más puntualmente, anticonstitucional en términos jurídicos.
Justamente en el estado con mayor diversidad étnica del norte del país, y que por ello se supondría habituado a la diversidad, se soslaya el hecho de que la sociedad mexicana usurpa cotidianamente el territorio de la etnia al haber construido en él la principal carretera del estado, al haber instalado allí los oleoductos de Pemex, al haber ocupado su territorio para crear un valle agrícola, ranchos y ejidos. Y no sólo su suelo ha sido detentado sino, además, la propia población ha sido objeto de actos discriminatorios brutales e, inclusive, de campañas sistemáticas de exterminio desde el siglo XIX.


Once levantamientos armados entre 1740 y 1928 parecen no haber sido suficientes para que la mentalidad sonorense haya tomado conciencia de las consecuencias del etnocidio y de los riesgos del acoso étnico; que los guerrilleros de la etnia hayan asaltado diligencias y ranchos del sur y centro de Sonora aún hasta el siglo XX como estrategia de resistencia más que de ingreso económico, parece no recordarse; que hayan respondido con un ataque de doscientos hombres armados a la fiesta cívica de Hermosillo en septiembre de 1915 en la Plaza Zaragoza, es un hecho olvidado.
La restitución territorial cardenista de 1937-1940 ha constituido un dique para un eventual levantamiento armado. Pero la inconsistencia de esta acción estatal hace de ese factor de contención una herramienta frágil; disponen de un territorio finalmente etéreo, la mitad del agua de la presa La Angostura jamás ha llegado, y del río Yaqui, sólo tienen charcos; por supuesto, ni siquiera rédito por su nombre. En cualquier momento, debido a la estafa de que ha sido este pueblo del sur de Sonora, podría desbocarse.
En el año de 1966 la etnia inició sus peticiones por disponer plenamente de lo otorgado mediante decreto por Cárdenas, pero precisamente esa demanda dio inicio a la legitimación del despojo. Se definieron linderos no correspondientes con lo decretado, y se impuso un Comisionado de Bienes Comunales por parte de los gobiernos estatal y federal. Por ello, la década de 1970 fue la época en la que iniciaron la lucha abierta por el cumplimiento de las disposiciones de Cárdenas, por derechos sobre el agua de la presa “Álvaro Obregón”, y en contra de la invasión de agricultores y ganaderos.
En 1983, tanto la etnia como el Instituto Nacional Indigenista elaboraron un Plan de Desarrollo. Como parte de su implementación, el entonces gobernador Samuel Ocaña y el secretario de la Reforma Agrara, Ing. Luis Martínez Villicaña, firmaron un convenio para definir los linderos. Pero la dinámica viciada que comenzaron los presidentes Luis Echeverría y José López Portillo llevaba ya el proceso territorial hacia un destino opuesto a las exigencias del pueblo de Tetabiakte.
En la época, no solamente se consolidó el valle agrícola, sino que también se repartió el agua del río Yaqui mediante un acueducto a la mina La Caridad, de Nacozari, perteneciente al Grupo México, desde fines del periodo de López Portillo. Además, en 1991 el propio gobierno federal construyó otro acueducto, para beneficiar al área urbanizada de Guaymas-San Carlos.
Con una evidente intención de debilitamiento de la nacionalidad yaqui, desde fines de la década de 1980 los gobiernos federal y estatal han alterado la organización sociopolítica del pueblo yoeme. La puesta en marcha de los planes gubernamentales ha implicado la redefinición del conjunto de autoridades y, más que eso, una profunda escisión en las comunidades, pues en esta dinámica intervienen tanto las autoridades civiles comunitarias, como las religiosas. Al imponer a un gobernador, es necesario que éste cuente además con un conjunto de autoridades que lo complementen y lo legitimen como tradicional. Por ello, junto a la gubernatura espuria, que puede surgir ya sea del interés de un grupo, o dictada desde el exterior (es decir, torocoyori, ladina, traicionera), existen más de un capitán, más de un maestro mayor y una iglesia, más de un pueblo mayor, etc.
Finalizando la gubernatura de Félix Valdés, la intromisión estatal se realizó con la implementación del fideicomiso nombrado Programa de Apoyo Técnico Integral a las Comunidades Yaquis (PATICY), que dio nombre al grupo político que lo operó, “Los Paticys”. En contraparte, varios de los gobiernos tradicionales se agruparon para contraponerse a lo que consideraron una actuación desleal al pueblo, conociéndose este grupo como “los del Bahugo”.
La duplicidad inducida de autoridades permitió en el año de 1997 la firma de un “convenio” entre el Estado y la supuesta totalidad de representantes de la etnia, por el que ésta aceptaba recibir la risible cantidad de 40 millones de pesos a cambio de los territorios que le habían sido invadidos, correspondiendo 600 hectáreas a las Isletas de Cócorit y 1,752 al área llamada La Cuchilla. Aunque dos pueblos no aprobaron la propuesta –Vícam Pueblo y Potam–, el documento fue firmado por ocho gobernadores; en ambos pueblos se crearon gubernaturas paralelas apoyadas por el gobierno estatal, ya que lo definitivo, en esa concepción del Estado, es un documento firmado. Además, a pesar de que el territorio reintegrado por Cárdenas a la “tribu” fue de alrededor de 489 mil hectáreas, la superficie referida en el convenio, y que se legitimó con un decreto de Ernesto Zedillo, estableció una delimitación de aproximadamente 454 mil hectáreas, mostrando así una reducción de cerca de 35 mil hectáreas.
Las autoridades tradicionales posteriores iniciaron un proceso demandando la restitución de inclusive 45 mil hectáreas, en contra de los supuestos artífices de las transacciones, el entonces gobernador Manlio Fabio Beltrones y el ex-presidente Zedillo. Sus 40 millones de pesos no han sido cobrados; aún cuando esa cantidad ha ido en aumento debido a su resguardo, y a pesar de que las comunidades enfrentan necesidades, por encima de sus diferencias ideológicas, consideran que su soberanía no tiene precio.
Debido en parte a la amenaza presente de mayores despojos, es que ahora se manifiesta de manera exacerbada la belicosidad “indígena”; además, tienen conciencia de su pasado, una historia no olvidada, que por conveniencia no permanece en la memoria colectiva de los hermosillenses.
Atender el problema social con una perspectiva sociológica implica considerar un aspecto en apariencia indisociable de la vida cotidiana, pero que necesariamente debe aislarse con fines analíticos: la consideración del uso del agua en el valle del Yaqui –el área agrícola– y su contrastación con el uso del agua con fines agrícolas en el municipio de Hermosillo. Tal parece que quienes reclaman el agua de aquel valle para el municipio capitalino se olvidan de aquella denominación que mereció esa región mexicana, “el granero de México”, que alguna vez fue motivo de orgullo para los sonorenses en general y que, inclusive, fue el fundamento principal para el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a su gestor. Si bien tal condición ha sido superada, el sistema hidráulico del valle del Yaqui se mantiene como uno de los más eficientes en el país tanto en el aspecto técnico como en el administrativo. Por el contrario, en el municipio de Hermosillo, en el que el 82% del líquido primordial se destina a la agricultura, el 40% se pierde debido a deficiencias de distribución. Es decir, traerse esa agua, en las actuales condiciones, sería un imperdonable desperdicio y, finalmente, un crimen de lesa humanidad.
Ahora bien, reinsertando el factor étnico en la problemática, la apuesta debe ser entonces acatar las disposiciones internacionales y nacionales de respeto al pueblo yaqui y a su territorio, con miras a su revitalización cultural y económica y, a la vez, una reformulación de la economía del valle que no implique el etnocidio ¿Es posible? No hay tiempo para tal reflexión, porque no es una cuestión optativa.
La convergencia de distintos tipos de asentamientos, diversas culturas y variadas actividades económicas son el factor a considerar al momento de pensar en cómo aterrizar las disposiciones normativas acerca de la soberanía territorial de México. Los recursos naturales guardan un carácter federal en lo legal debido un trasfondo histórico-político –la amenaza extranjera–, pero en el aspecto técnico requieren inevitablemente regionalizarse. En ese sentido, Sonora necesita definir una política territorial de mediano y largo plazo que reconozca las distintas presencias sociales, pero que supere los intereses económicos y políticos que mutilan los derechos humanos a los sectores populares.
El establecimiento de una política territorial de reivindicación social y armonización ecológica debería comprender: reformulación económica y redimensionamiento territorial del valle agrícola del Yaqui con respeto a los linderos del territorio tradicional, así como aplicación de la misma política en los territorios colindantes de los demás valles de Sonora, que igualmente inciden negativamente en la vida social del resto de las etnias; reformulación agrícola y creación de un sistema hidráulico para Hermosillo con base en sus recursos disponibles y, principalmente, creación de nuevos centros de población, enfilándose hacia la Sierra. Hermosillo alberga a la mitad de la población del estado, aún cuando se ubica en el área más agreste del mismo, y siendo esta situación el resultado de un accionar gubernamental irresponsable, que ha permitido una urbanización no sólo desproporcionada, sino letal. Lo que hay que reencauzar no son los ríos; lo que hay que desfogar no son las presas, sino a la población. Sonora debe plantearse una nueva colonización, la del siglo XXI, para acceder a una sólida territorialidad para el nuevo milenio.

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